jueves, 6 de marzo de 2008

Oscar Wilde (II)

Los dioses me lo habían dado casi todo. Tenía genialidad, un apellido distinguido, posición social elevada, brillantez, osadía intelectual; hacía del arte una filosofía, y de la filosofía un arte; alteraba las mentes de los hombres y los colores de las cosas; no había nada que dijera o hiciera que no causara asombro; tomé el teatro, la forma más objetiva que conoce el arte, y lo convertí en un modo de expresión tan personal como la canción o el soneto, a la vez que ensanchaba su radio y enriquecía su caracterización; teatro, novela, poema en rima, poema en prosa, diálogo sutil o fantástico, todo lo que tocaba lo hacía hermoso con un género nuevo de hermosura; a la verdad misma le di lo falso no menos que lo verdadero como legítimos dominios, y mostré que lo falso y lo verdadero no son sino formas de existencia intelectual. Traté el Arte como la realidad suprema, y a la vida como un mero modo de ficción; desperté la imaginación de mi siglo de suerte que crease mito y leyenda alrededor de mí; resumí todos los sistemas en una frase, y toda la existencia en una agudeza.
Junto con esas cosas, tenía otras distintas. Me dejaba arrastrar a largas rachas de indolencia sensual y sin sentido. Me divertía ser un fláneur, un dandy, un personaje mundano. Me rodeaba de naturalezas mezquinas y de mentes inferiores. Vine a ser el derrochador de mi propio genio, y malbaratar una juventud eterna que me proporcionaba un curioso gozo. Cansado de estar en las alturas, iba deliberadamente a las bajuras en busca de nuevas sensaciones. Lo que la paradoja era para mí en la esfera del pensamiento, eso vino a ser la perversidad en la esfera de la pasión. El deseo, al final, era una enfermedad, o una locura, o ambas cosas. Me hice desatento a las vidas de los demás. Tomaba el placer donde me placía y seguía de largo. Olvidé que cada pequeña acción de cada día hace o deshace el carácter, y que por lo tanto lo que uno ha hecho en la cámara secreta lo tiene que vocear un día desde los tejados. Dejé de ser Señor de mí mismo. Ya no era el Capitán de mi Alma, y no lo sabía.

(…)

Todavía tienes que aprender que la prosperidad, el placer y el éxito pueden ser de grano grosero y fibra vulgar, pero que el dolor es la más sensible de todas las cosas creadas. Nada se mueve en el mundo del pensamiento sin que el dolor responda a ello con pulsaciones infinitamente terribles y exquisitas. La trémula hoja de oro batido que registra la dirección de las fuerzas que el ojo no puede percibir, es grosera en comparación. El dolor es una herida que sangra en cuanto toda otra mano que la del amor la toca, y aún entonces sangra, aunque no sea de sufrimiento.

(…)

Tras la Alegría y la Risa puede haber un temperamento grosero, duro y encallecido. Pero tras el Dolor siempre hay Dolor. La Pena, a diferencia del Placer, no lleva mascara. La verdad en el Arte no es ninguna correspondencia entre la idea esencial y la existencia accidental; no es la semejanza de figura y sombra, ni de la forma reflejada en el cristal y la forma misma; no es ningún Eco que baje de la oquedad de un monte, como no es el pozo de agua de plata en el valle que muestra la Luna a la Luna y Narciso a Narciso. La verdad en el Arte es la unidad de la cosa consigo misma; lo exterior hecho expresivo de lo interior; el alma encarnada; el cuerpo movido por el espíritu. Por eso no hay verdad comparable al Dolor. Hay momentos en que el Dolor me parece ser la única verdad. Otras cosas podrán ser ilusiones de la vista o del apetito, hechas para cegar lo uno y empachar lo otro, pero con el Dolor se han construido mundos, y en el nacimiento de un niño o de una estrella hay dolor.

De profundis