miércoles, 5 de marzo de 2008

"Diarios"

4 de enero de 2008, viernes.
Sufro de una manera muy particular de tensión nerviosa. Si alguien que está rondando en la casa, si cualquier recién llegado, o cualquier objeto, como una cartera o una bicicleta apoyada en la puerta, se me cruza en el camino, entonces se produce una alerta exasperante, sobre todo en el pecho y cierta parte de la cara (yo he pensado en un inquieto retorcijón amarillo) que se mueve con el ruido de las puertas, o con el ruido de pasos que caen desde arriba. Ahora ha comenzado a detenerse cuando logro entrar al cuarto y permanecer en silencio. En los días anteriores me he visto obligado a salir, a deambular. Huyendo del pánico caminé durante cuadras y bajé las escaleras hasta un sitio desconocido para mi, muy semejante a una playa; luego volví, me encerré nuevamente y me acosté boca abajo en la cama buscando dormir.

El hombre no es necesario en las calles, en la intemperie solamente calcula al número que cifra, menciona al objeto que levanta, y más tarde se habla a si mismo al lado suyo repitiéndose con insistencia la palabra “brazo”. ¿Pero dónde pudo esconder el brazo el hombre para poder hundir sus dos brazos en el fuego? ¿Si pudo hundir sus dos brazos en el fuego, cómo es que aquel otro no ha salido? ¿No es evidente acaso que no se trata más que de dos brazos?, ¿por qué existiría un brazo extra en la intemperie? Si fuera así que sucediera, ¿a dónde iría el hombre después de curar del fuego?, ¿a dónde se fue, si se ha ido, si es que está convaleciendo todavía? Deambular lleva a otro terreno que lleva a otro sitio que lleva a otro sitio... El hombre no puede ser necesario en la intemperie. El hombre no debe calentarse caminando, el planeta no debe calentarse con el hombre: el hombre debe amarse dentro. Pero el hombre tampoco es necesario en las profundidades.

Me acerco continuamente hasta la ventana para fumar un cigarrillo; ya es la tercera vez en diez minutos. Lo único que puede liberarme de esta obsesión es tomarme un ómnibus esta tarde y ya no regresar de nuevo hasta la noche; durante toda la mañana he estado considerando salir, pero nos sabría a dónde, ni para qué, ¿para entrar a dónde después de salir? Hay un sol fuerte, y no hace demasiado calor, sin embargo el aire aparenta estar irrespirable, y solo la idea de salir ya me representa un esfuerzo sobrehumano.
8 de enero, martes.
“Noah” significa lugar de protección y de descanso. Cuando salí del ciber café de Paulie, y tuve que recoger mis cosas, abandonar mi casa y volverme a Maldonado, durante varios meses me entregué a una salvación sin pretensiones que estuve buscando en cualquier lugar que sugiriera alojarla. Si me hubiesen invitado a fermentar al sol o a caminar medio continente en busca de Cristo, yo hubiese salido sin más pertenencias que las que llevaba puestas a internarme en el propósito como en la búsqueda desquiciada de un candado que no cierra. Ese candado, en mi obstinación, era semejante a una llave. Esa llave, por otra parte, era la puerta cerrada que la humanidad no había sabido manipular correctamente: debía arrojarse esa puerta sobre otra hasta hacer quebrar los corredores y escapar del Noha; había que, bajo cualquier esfuerzo, huir nuevamente al movimiento. Noah es el sitio donde Dios ha plantado a los hombres para clavarlos lejos del placer del movimiento; enterrados afuera de la actividad mental, absorbidos por misiones inmediatas puestas encima y debajo de la vegetación, los hombres enloquecen dando vueltas alrededor de un árbol.
Con el tiempo la caminata me agotó, y sospeché que estaba perdido. No se trataba de un corredor finito: el Noha se expandía a cada hora dos metros más allá de su espejismo. ¡Era como estar encerrado en un desierto! Busqué puertas en las dunas y no hallé nada. Me enloquecieron las sombras en la arena: eran sitios que me esperanzaban puesto que provenían de unas gigantescas elevaciones que yo veía desde lejos, pero al llegar eran figuras imposibles, cuerpos de seres humanos sin torsos ni cabezas. En el Noha abusaron de mis brazos hasta hacerme perder cualquier noción del resto de mi cuerpo. Cada tarde vagué por el desierto infructuosamente, y cada noche se me hacía más y más difícil pensar en las puertas, los candados, las llaves: sin darme cuenta cómo me hallaba de pronto involucrado en otro modo de figuración, mucho más simple y cerrado que aquel otro de mis imaginaciones y aun más hondo en sus cementos. Estas identidades, estas clases, estos adjetivos y vocablos. Yo había pensado en puertas y llaves, en estrechos corredores que permitían doblar sus significados hasta golpear el primer logos del planeta, y en la boca a afuera, en la entrada salvaje al movimiento, derrumbar los edificios de la vegetación, la piedra de la savia, la tinta verde chorreando a Dios del Universo al fin para comenzar la caminata en los pies del hombre. Y así en su torso, su cabeza, su mano.
Pronto se cruzó en mi deambular un calor oscuro que jamás había percibido antes; llegué a pensar, en mi resignación, que era tan solo una variante más de las dimensiones habituales. Muerto de cansancio caí en un sueño horrendo; me desperté más tarde con un dolor seco en el pecho y sudando como un cerdo por el aire caliente. Todos avanzamos. Fui a parar a otro terreno que llevaba a otro sitio que llevaba a otro sitio... Y el desierto, por si mismo, remontó un viento salvaje que echó a volarlo todo. Cuando desperté estaba dentro de un pozo sin figuraciones, sin imágenes posibles, sin sonidos ni conceptos.
Agotado, no pudiendo hallar referencia alguna a lo que sucedía, cerré los ojos y me dormí otra vez.

Con el tiempo, yo creo que accidentalmente, luego de despertar y volver a dormirme cada cierto lapso, vine a emerger en esta casa. Me asombré al observar, ha medida que la recorría (estamos hablando de más de 14 cuartos), que las paredes, según la habitación y la hora, sustituían sus colores gradualmente de claro a oscuro. Sucede que cuando por ejemplo a las nueve de la mañana en la habitación principal predominaba el color violeta, en las laterales (las que siguen la hilera del primer baño) el que guardaba mayor presencia era el amarillo. Nunca sucedió, sin embargo, que a la hora siguiente el amarillo diera lugar al blanco ni el violeta al azul. Aunque ninguna habitación sostuviera una coordinación conjunta en relación a las otras, cada cual seguía un mismo camino en línea recta que más tarde se reiniciaba al llegar al negro. A las doce de la noche (por pensar en una hora en la cual considerar que finaliza el día) cada habitación era dominada por un color distinto. Tampoco se repetía, a las tres de la tarde del día siguiente, el mismo color de las tres de la tarde del día anterior. Salvo por la gradación de claro a oscuro en que parecían funcionar todas ellas –único patrón que pude resolver–, el tiempo en que cada una permanecía en un color, los diferentes tonos del mismo color alrededor del cuarto, la velocidad de los ciclos, los motivos de todo eso, aparentaban un capricho que decidí renunciar a entender, pues me producía angustia, y mi inseguridad crecía a cada minuto que pasaba.