lunes, 26 de noviembre de 2007

Rainer Maria Rilke

Dios es la más antigua obra de arte. Está muy mal conservada y muchas de sus partes han sido, en consecuencia, restauradas. [...] Cuando todos los pueblos eran todavía como un hombre creaban a Dios con sus deseos. Dios hará un milagro: cada hombre llegará a ser como un pueblo.

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Hemos envejecido no solamente en años sino también en propósitos. Hemos ido hasta los confines del tiempo y miles de nosotros han hecho estremecer sus limites. Ha llegado el momento de resignarnos. Hemos reconocido el engaño de la prolongación indefinida de esta pálida primavera y nuestras manos marchitas prueban que los últimos muros son infranqueables, pero tampoco debemos enviar, por encima de ellos, nuestros pobres sueños como palomas llevando un ramo de olivo, pues no regresarían más. Debemos ser hombres. Tenemos necesidad de la eternidad, pues solo ella otorga amplitud a nuestros gestos... [...] Nos hace falta, entonces, crear un infinito en el interior de estos limites pues ya no creemos más en la inmensidad.

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Cuán significativo es que algunos hayan calificado de común lo que es humano, ese lugar donde todos se encuentran y se reconocen. Es necesario empezar a comprender que es justamente lo humano lo que nos hace solitarios.
Mientras más humanos nos volvemos, más diferentes nos tornamos. Parece que los seres, de pronto, se multiplican al infinito, pues un nombre colectivo, que antes bastó para miles de hombres, se vuelve demasiado estrecho para diez y es forzoso considerar a cada uno aisladamente. Pensad en esto: cuando en vez de tener pueblos, naciones, familias y sociedades, tengamos hombres, cuando ni siquiera se pueda reunir a tres de ellos bajo un mismo nombre ¿no será necesario expandir el mundo?

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¿Qué le queda a una época que pone, fuera del tiempo, la felicidad más pura en el cielo y el dolor que más hiere en el infierno? Resplandor y tinieblas, amor y odio, nostalgia y desesperación, acabamiento y eternidad, cólera e inquietud, nada de esto le pertenece. Está allí, pobre y desvaída, no conociendo día y noche sino en un mismo crepúsculo.


Diario florentino
(fragmentos)