Detrás de mis ojos se abre un infinito paisaje negro.
Es un abismo húmedo donde se oyen anémicos desde el fondo sonidos metálicos de pequeñas campanas y una tuba que soporta todo en una nota grave y constante.
Apenas uno percibe cuando cada tantos años se vacían los pulmones de la criatura que la suena.
El instante en que deja de besar la tuba para hincharse los pulmones derrumba toda la confianza que tenemos de vivir en silencio y paz.
A propósito de esta pausa, del intervalo mudo, hemos decidido internarnos en la negrura y hallar, tanteando ciegamente, las facciones de la criatura. ¿Acaso posee animo alguno durante la ejecución de su tarea? ¿Acaso puede respondernos? Si hablara con él lograría prolongar brevemente el nuevo silencio, el verdadero silencio.
El viejo silencio se va atenuando, mi proximidad con la criatura lo define cada vez con mayor claridad en el sonido grave y constante. No es en absoluto comparable a la sensación de oír, una extraña sensación táctil de temblor en el tímpano pero no percibimos datos propiamente sonoros. Un golpe de tambor que no cesa. Un solo golpe de tambor.
Permanecemos junto a mi amigo recostados sobre una materia blanda, un suelo mórbido que hemos hallado en la oscuridad. La rigurosa firmeza del sonido no oscila lo suficiente como para reconocer su ubicación en la noche. Hemos decidido esperar otro intervalo. No tenemos ninguna garantía de que cese nuevamente. Yo temo.
Mi amigo es mas impaciente que yo. Hace tiempo creyó que era oportuno conversar mientras aguardamos. No quise interrumpirlo rudamente, mantuve silencio hasta que comprendiera y callara.
Habló de sus hijos y la madre de estos. Dijo algo respecto de volver con ellos y olvidar la criatura. Yo mantuve silencio y quietud.
He descubierto que la materia bajo nosotros es hierba, pasto húmedo. Yo paso el tiempo armando trenzas con cabellos de hierba. También mi amigo colabora en este entretenimiento. Hemos logrado trenzar toda una frazada de pasto. Ambos, una vez terminada, nos enorgullecimos de tal proeza. Nos cubrimos algún tiempo. En un breve periodo secó y mientras dormía mi amigo me deshice de ella, temí que el crujiente ruido de la hierba seca pudiera superponerse inoportunamente al esperado intervalo.
Mi amigo desapareció. Temo que haya sido por lo de la frazada. Tiempo atrás, días, quizás semanas, oí pasos a mi alrededor. Mantuve silencio nerviosamente, no quise llamar y arriesgar perder el intervalo. Por otro lado si era mi amigo no hubiera sido justo atraerlo nuevamente a mi empresa donde era claramente infeliz. Mi peor especulación al respecto ha sido contemplar la posibilidad de que sea mi amigo perdido, de que no logre abandonar la negrura. Yo no sabría salir. La noción de espacio ha quedado en mi reducida a las distancias que proponen grama y grama a lo largo de mi piel. No me he movido aparte de mis dedos jugando con el pasto.
¡Dios! Ha cesado brevemente. ¡El intervalo! ¡El intervalo! He perdido la facultad de distinguir direcciones cardinales. Pero no es necesario, identifico ahora que se ha reiniciado el sonido su procedencia con toda claridad. Son exactamente cuatrocientas diez las hebras sobre las que apoyo mi pierna izquierda. ¡He descubierto su posición!
Entre la hierba trescientos y la trescientos cincuenta he descubierto la procedencia del sonido. ¡Dios que gravedad! Ensordece dolorosamente… ¿¡Cómo vivíamos así!? Estoy llorando ¿Qué he hecho?
Huyo de la noche aterrado. Al pararme separé los cabellos de hierba y no hallé nada. Percibo igualmente con toda claridad el exacto punto desde el cual se expande el horrible sonido. Cubrí mis oídos. ¿No hay criatura? ¡Dios! Corro llorando con los oídos cubiertos. ¿Qué he hecho? He corrido. Corro. Tropecé con un muslo y varios muslos, mi amigo gritó de dolor. ¡Mi amigo esta aquí aún con sus hijos en brazos! ¿Qué ha hecho? ¡Dios! No se huir. La geografía de hierba me es inútil y estoy perdido y corro y oigo sin poder evitar el sonido tremendo. En algún lugar encontré las manos de mi madre y lloro.
Es un abismo húmedo donde se oyen anémicos desde el fondo sonidos metálicos de pequeñas campanas y una tuba que soporta todo en una nota grave y constante.
Apenas uno percibe cuando cada tantos años se vacían los pulmones de la criatura que la suena.
El instante en que deja de besar la tuba para hincharse los pulmones derrumba toda la confianza que tenemos de vivir en silencio y paz.
A propósito de esta pausa, del intervalo mudo, hemos decidido internarnos en la negrura y hallar, tanteando ciegamente, las facciones de la criatura. ¿Acaso posee animo alguno durante la ejecución de su tarea? ¿Acaso puede respondernos? Si hablara con él lograría prolongar brevemente el nuevo silencio, el verdadero silencio.
El viejo silencio se va atenuando, mi proximidad con la criatura lo define cada vez con mayor claridad en el sonido grave y constante. No es en absoluto comparable a la sensación de oír, una extraña sensación táctil de temblor en el tímpano pero no percibimos datos propiamente sonoros. Un golpe de tambor que no cesa. Un solo golpe de tambor.
Permanecemos junto a mi amigo recostados sobre una materia blanda, un suelo mórbido que hemos hallado en la oscuridad. La rigurosa firmeza del sonido no oscila lo suficiente como para reconocer su ubicación en la noche. Hemos decidido esperar otro intervalo. No tenemos ninguna garantía de que cese nuevamente. Yo temo.
Mi amigo es mas impaciente que yo. Hace tiempo creyó que era oportuno conversar mientras aguardamos. No quise interrumpirlo rudamente, mantuve silencio hasta que comprendiera y callara.
Habló de sus hijos y la madre de estos. Dijo algo respecto de volver con ellos y olvidar la criatura. Yo mantuve silencio y quietud.
He descubierto que la materia bajo nosotros es hierba, pasto húmedo. Yo paso el tiempo armando trenzas con cabellos de hierba. También mi amigo colabora en este entretenimiento. Hemos logrado trenzar toda una frazada de pasto. Ambos, una vez terminada, nos enorgullecimos de tal proeza. Nos cubrimos algún tiempo. En un breve periodo secó y mientras dormía mi amigo me deshice de ella, temí que el crujiente ruido de la hierba seca pudiera superponerse inoportunamente al esperado intervalo.
Mi amigo desapareció. Temo que haya sido por lo de la frazada. Tiempo atrás, días, quizás semanas, oí pasos a mi alrededor. Mantuve silencio nerviosamente, no quise llamar y arriesgar perder el intervalo. Por otro lado si era mi amigo no hubiera sido justo atraerlo nuevamente a mi empresa donde era claramente infeliz. Mi peor especulación al respecto ha sido contemplar la posibilidad de que sea mi amigo perdido, de que no logre abandonar la negrura. Yo no sabría salir. La noción de espacio ha quedado en mi reducida a las distancias que proponen grama y grama a lo largo de mi piel. No me he movido aparte de mis dedos jugando con el pasto.
¡Dios! Ha cesado brevemente. ¡El intervalo! ¡El intervalo! He perdido la facultad de distinguir direcciones cardinales. Pero no es necesario, identifico ahora que se ha reiniciado el sonido su procedencia con toda claridad. Son exactamente cuatrocientas diez las hebras sobre las que apoyo mi pierna izquierda. ¡He descubierto su posición!
Entre la hierba trescientos y la trescientos cincuenta he descubierto la procedencia del sonido. ¡Dios que gravedad! Ensordece dolorosamente… ¿¡Cómo vivíamos así!? Estoy llorando ¿Qué he hecho?
Huyo de la noche aterrado. Al pararme separé los cabellos de hierba y no hallé nada. Percibo igualmente con toda claridad el exacto punto desde el cual se expande el horrible sonido. Cubrí mis oídos. ¿No hay criatura? ¡Dios! Corro llorando con los oídos cubiertos. ¿Qué he hecho? He corrido. Corro. Tropecé con un muslo y varios muslos, mi amigo gritó de dolor. ¡Mi amigo esta aquí aún con sus hijos en brazos! ¿Qué ha hecho? ¡Dios! No se huir. La geografía de hierba me es inútil y estoy perdido y corro y oigo sin poder evitar el sonido tremendo. En algún lugar encontré las manos de mi madre y lloro.