viernes, 18 de enero de 2008

Charles Baudelaire (II)

UNA CARROÑA


Recuerda el objeto que vimos, alma mía,
aquella bella mañana de verano tan dulce:
al torcer de un sendero una carroña infame
sobre una cama sembrada de guijarros,

las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
ardiente y sudando los venenos,
abría de una manera descuidada y cínica
su vientre lleno de exhalaciones.

El sol brillaba sobre esta podredumbre,
como para cocerla a punto,
y de rendir al céntuplo a la gran Naturaleza
todo esto que al mismo tiempo había unido.

Y el cielo miraba el esqueleto soberbio
como a una flor al abrirse.
El hedor era tan fuerte, que en la hierba
creíste que ibas a desmayar.

Las moscas zumbaban sobre este vientre pútrido,
de donde salían negros batallones
de larvas, que se deslizaban como un espeso líquido
a lo largo de estos viventes harapos.

Todo aquello descendía, subía como una ola,
o se lanzaba chispeante;
se habría dicho que el cuerpo, hinchado de un aliento vago,
vivía multiplicándose.

Y este mundo comportaba una extraña música,
como el agua corriente y el viento,
o el grano que un aventador de un movimiento rítmico
agita y devuelve a su harnero.

Y las formas se borraban y sólo eran un sueño,
un esbozo lento en venir,
sobre la tela olvidada, y que el artista acaba
solamente para el recuerdo.

Detrás de las rocas una perra inquieta
nos miraba con aire enojado,
espiando el momento de recuperar del esqueleto
el trozo que había abandonado.

Y tú serás igual a este desperdicio,
a esta horrible infección,
estrella de mis ojos, sol de mi naturaleza,
tú, mi ángel y mi pasión.

¡Sí! tal serás tu, oh, reina de las gracias,
despues de los últimos sacramentos,
cuando vayas bajo la hierba y las floraciones grasas
a enmohecer entre las osamentas.

Entonces, ¡oh, mi belleza! dile a los gusanos
que te comerán a besos,
que yo he guardado la forma y la esencia divina
de mis amores descompuestos.